lunes, 29 de septiembre de 2014

El Abuelo | Cuento corto


Hoy os dejamos algunos cuentos cortos para disfrutar de la lectura:

     - Por favor, abuelo… Léeme el cuento una vez más… - suplicó el pequeño Alejandro desde la cama con una sonrisa inocente.
     El anciano lo miró con dulzura mientras, incapaz de negarse, cogía de la mesita un libro de cubiertas ajadas y rotas. Su rostro reflejaba un profundo agotamiento y unas enormes bolsas se marcaban con fuerza bajo sus ojos, revelando varias noches de vigilia. Un ligero temblor en sus manos, visible al paso de las hojas amarilleadas por el tiempo, advertía que poco faltaba para alcanzar la extenuación. A pesar de ello, su voz rota, recuerdo de una vieja enfermedad enterrada por los años, sonó con una firmeza que no creía poseer en aquel instante.
     Entonces leyó con serenidad, bajo los brillantes y atentos ojos esmeralda del chico que observaba, divertido, su manía de marcar la lectura con un dedo índice curtido por los muchos años de trabajo en el campo.

     »Cuenta una antigua leyenda que, cuando aún no se diferenciaba entre noche y día y sólo un brillante manto de estrellas iluminaba el firmamento, un pequeño reino, cuyo nombre, tantas veces repetido, no consigo traer a mis recuerdos, sufría el peligro de perderse para siempre.
     Su rey, hombre justo y bondadoso, había sido bendecido con cuatro hermosas hijas que hacían dichosa su existencia. Pero, sin un heredero varón, el reino quedaría a merced de los muchos conspiradores que aguardaban en la oscuridad una oportunidad para ocupar su trono.
     Imploró a los dioses durante largos años para que ese hijo naciera. Y fue, cumplida ya la cincuentena, cuando sus plegarias fueron escuchadas.
     Fruto del amor, la reina dio a luz un hermoso príncipe al que bautizaron con el nombre de Adenayh, en la lengua antigua “el bien nacido”, símbolo de la alegría que había proporcionado su llegada.
     Un niño esperado que sintió desde muy pequeño el peso de la corona a él destinada. Apenas podía moverse sin que le siguiera una enorme corte de soldados y siervos, hombres que su padre había tenido a bien poner para su salvaguarda y cuidado.
     Así, miraba con anhelo el mundo que se extendía más allá de las murallas. Y no podía evitar un sentimiento de libertad en lo más profundo de su alma, intuición de un grandioso porvenir. Algún día, habría de recorrer mares y continentes hasta el más lejano confín, viviendo tantas aventuras como sueños envolvían su infancia.
     Todo cambió al cumplir la mayoría de edad. La reina, su amada madre, había expirado el último aliento mientras dormía. Y, aún entre lágrimas, su padre le había anunciado que pronto debería casarse y heredar el cetro para el que había nacido.
     Recordó entonces el joven príncipe, una vieja historia que su madre solía contar junto a la lumbre del fuego en los días lluviosos: una princesa cautiva por su madrastra, hechicera cruel y malvada, en una fortaleza de hielo más allá de las gélidas tierras del Norte.

     El anciano levantó la vista un instante de la enrevesada caligrafía impresa en el libro, para encontrarse con la mirada nerviosa e intrigada del pequeño.
     No pudo evitar una amarga sonrisa antes de proseguir con la narración.

     »El príncipe comprendió entonces que era el momento de marchar y tomó la firme determinación de abandonar su cárcel de oro, como tantas veces había deseado.
     Mientras todos dormían en palacio y con el corazón palpitando fuera de sí a causa de la excitación, se descolgó desde su alta torre con la ayuda de no pocas sábanas hechas jirones y fuertemente anudadas.
     Desde la oscuridad contempló como los vigías, apostados a la entrada de la muralla, escrutaban las sombras ojo avizor al menor movimiento.
     Pero no pensaba cejar en su empeño. Juntando los dedos sobre sus labios emitió un agudo silbido que desconcertó y asustó a los guardas que aguardaban en cada bastión. La respuesta llegó en forma de bufido y poco tardó en hacer acto de presencia un hermoso caballo azabache manchado en la frente con el brillo de las estrellas. El más rápido de cuantos habían pisado la faz de la tierra.
     “Tu y yo no nacimos para la vida de palacio”, habló el príncipe Adenay al orgulloso corcel cuando se hubo detenido a su vera. “Si en algún momento imaginaste escapar, entonces soñabas con este día”, subió de un salto al lomo del animal y lo espoleó a voz en grito: “¡Vuela raudo, Hijo del Fuego!”.
     Nada ni nadie pudo evitar que el príncipe y su brava montura cruzaran el patio y saltaran el puente, a medio alzar, veloces como un águila. Antes de que alguien llegara a dar la voz de alarma, él ya había atravesado la ciudad y surcaba libre el verde valle, infinitas veces contemplado desde su ventana; dejando que el frescor del aire acariciara con suavidad su piel y agitara su parda cabellera.

     Alejandro no pudo evitar un leve suspiro, fruto de la emoción. Pero su abuelo decidió proseguir la historia sin darle tregua.

     »Viajó libre por tierras tan fascinantes como sinuosos eran sus caminos. Y vivió mil peligros y aventuras, salvando la vida gracias a una portentosa habilidad en el manejo de la espada y a su fiel compañero, Hijo del Fuego.
     Y conoció a tantas personas como estrellas brillaban en el cielo. Algunas, mucho sabias que los incontables maestros y eruditos de su corte, otras, sencillas y humildes, que le hacían sentir como en su hogar, a pesar de las millas recorridas.
     Pasado un tiempo, no importa cuánto, desde su marcha, se resguardó de una fuerte tormenta, mezcla de vientos gélidos y densos copos de nieve, en una pequeña posada perdida en la más recóndita aldea del Norte.
     Sentado junto al calor del fuego, escuchaba la furia de la tempestad golpeando incesante sobre los recios ventanales.
     Miró a su alrededor para contemplar a un puñado de hombres que aguantaban con indiferencia el temporal, amodorrados, como él, en grandes butacones de piel.
     Llegado cierto momento en que lo real parecía confundirse con el mundo de los sueños, el viento arrastró hasta sus oídos un hermoso y extraño canto, suaves notas nacidas de una voz dulce y melódica que se perdía en la distancia.
     “Días tristes anuncia el lamento de la Dama Blanca” murmuró un hombre de duras facciones oculto tras una densa nube blanca, fruto de una larga pipa que humeaba lentamente.
     “¿Como habéis dicho?” preguntó intrigado el príncipe.
     “Muy lejos estáis de vuestro hogar si no conocéis la leyenda del Palacio de Cristal y la Dama Blanca” contestó él arqueando las cejas ampliamente.

     El anciano imitó el gesto para sonsacar una leve risotada de su nieto, como tantas otras veces, antes de proseguir con la lectura.

     »“Por supuesto que la conozco” se defendió el joven, “Mas ignoraba que trascendiera más allá de un viejo cuento infantil”
     “Vos y el resto de mundo. Dicen que el palacio se levanta allende el Mar Helado, y nadie ha vuelto jamás de aquel desierto blanco” volvió a encender la pipa con un pequeño fósforo antes de continuar, “Igualmente, no es más que, como decís, un cuento para dormir a los niños”.
     “¡Mentiras y sandeces!” protestó un anciano enjuto y arrugado desde el más oscuro rincón, “¡Una y mil veces he jurado que yo estuve allí! El Palacio de Cristal es real, y también la joven dama en él prisionera”.
     Todos los presentes alzaron los ojos de forma cansina, mas el príncipe Adenayh sentía una ardiente curiosidad por las palabras de aquel hombre canoso y demacrado.
     “Sólo es un viejo chiflado” le contaron entre murmullos, “Invítale a un par de copas y hablará hasta quedarse sin aliento”.
     Tal y como le habían prometido, aquel anciano refirió una larga historia, plena en detalles, mientras daba amplios tragos a una jarra de vino.
     Habló de un árbol solitario en mitad del gélido desierto, de un estrecho y resbaladizo desfiladero que se internaba en las montañas y de una extraña gruta cargada de brillantes destellos. Todo para alcanzar un colosal palacio de hielo, grande como una montaña, en cuyo interior vivía presa la Dama Blanca, una hermosa princesa de triste semblante.
     Apenas logró conciliar el sueño horas más tarde, tumbado en su mullida cama y con la vista perdida en el vacío. Por la mente le cruzaban infinidad de inquietantes visiones. Había huido de su hogar al recordar aquella extraña leyenda y, ahora, sentía el deber de rescatar a la joven de su exilio en las nieves.
     Cuando se dispuso a marchar, habló con franqueza a su fiel amigo, compañero incansable de aventuras y fatigas.
     “No voy a engañarte, Hijo del Fuego. La empresa que me propongo está llena de peligros y puede que sea la última de esta gran odisea”, el animal lo miró fijamente a los ojos en señal de comprensión. “Es por ello que no voy a pedirte que me acompañes. Eres libre de ir allá donde desees”
     Un fuerte bufido de indignación fue la respuesta de su amado corcel, dispuesto a seguirlo hasta la misma muerte, si ese hubiera de ser su camino.
     Y ambos, juntos, se internaron al galope en la tenue neblina que se había levantado para ocultar cualquier camino imaginable en aquel lugar.
     Pronto quedaron atrás los últimos árboles y el bosque dio paso al infame Mar Helado, un desierto de suelos afilados y densa bruma que los perdió en un paisaje perenne e invariable, obligándolos a caminar sin rumbo fijo durante lo que, a sus ojos, pareció una eternidad.
     Tras, sólo los dioses saben cuánto tiempo de pesada caminata, el príncipe se dejó caer desfallecido en el suelo, sin que los torpes empujones del pobre animal sirvieran para hacerle volver en sí.
     Todo parecía acabado cuando un lejano canto le hizo levantar con gran esfuerzo la cabeza. Su capa estaba cubierta por la nieve y cada miembro de su cuerpo se encontraba entumecido por el frío. Pero debía seguir a aquella voz.
     Se alzó con gran trabajo y avanzó confuso hacia la dulce melodía, hasta creerla tan cerca que casi podía acariciar a la Dama con sus dedos. Era ella...
     Pero todo había sido un sueño. El silencio se hizo rey del lugar y el joven se encontró en mitad de la nada con el brazo extendido en la oscuridad. Sin más, lo entendió todo, la yema de sus dedos rozaban la corteza de un árbol raquítico y solitario. Sólo una rama parecía luchar contra la furia del viento, la que había de indicar el camino a seguir.
     Hijo del Fuego se acercó lentamente por su espalda y le hizo una caricia en su cuello para animarlo a continuar. A duras penas lograba el animal mantenerse en pie y aún estaba dispuesto a continuar a su lado.
     Avanzaron con presteza, sin que el príncipe Adenayh consintiera en montar a su maltrecho corcel, hasta llegar a un angosto desfiladero, único camino para cruzar el largo acantilado que se extendía frente a sus ojos.
     Lento fue el pasaje, cargado de repentinos derrumbamientos e inoportunos traspiés sobre el hielo, pero lograron llegar hasta la misteriosa gruta sin que nada peor que unos rasguños llegara a sucederles.
     La cueva era tan hermosa como había perjurado una y otra vez el enjuto anciano en la posada. Incontables cristales asomaban por doquier, como engastados en la dura roca por el más hábil de los joyeros, y todos parecía brillar con luz propia, lanzando destellos de tantos colores como jamás habría llegado a imaginar.
     El príncipe sintió, incluso, durante un breve instante de tiempo, la tentación de arrancar uno de aquellos brillantes. Pero no había viajado hasta aquel lugar para encontrar un tesoro. Tenía un destino que cumplir. Cuando, finalmente, salió bajo la luz de las estrellas, no pudo evitar una sonora exclamación, admirado por el espectáculo que contemplaban sus ojos: un inmenso palacio de cristal que se alzaba deslumbrante y poderoso mitad de la nada.
     Miles de bloques de hielo daban forma a un sinfín de muros, torretas y ventanas. La entrada, pulida hasta el menor de los tiradores, se hallaba custodiada por diez caballeros, de negra armadura, cubiertos de escarcha, que miraban impertérritos al frente, sin que la menor expresión de vida se adivinara en sus pétreos semblantes.
     El príncipe abrió las enormes puertas y entró al vestíbulo, hermoso y frío en sus muchas bóvedas y arcos de brillante hielo.
     Al pie de las escaleras, una joven de tez blanquecina y dorada cabellera lo miró sorprendida. Y, desde el mismo momento en que se cruzaron sus ojos, tuvo la extraña sensación de haber pasado junto a ella toda una vida.
     “¿Quién sois?” preguntó la Dama Blanca.
     “He venido a rescataros, princesa” contestó él, seguro de lo que debía hacer.
     “No debiste venir, ella no tardará en volver” todo se había vuelto oscuro de repente y el aire parecía tornarse más frío por momentos, “¡Demasiado tarde!”.
     Un sonoro alarido que heló sus corazones retumbó en el vestíbulo y todo a su alrededor comenzó a temblar con fuerza, cayendo fragmentos del techo por doquier.
     “¡Vamos, sube!”, gritó el príncipe agarrando con fuerza a la joven y alzándola a lomos de su caballo, que inició pronta marcha sin que nada tuviera que indicarle.
     Cruzaron a gran velocidad las puertas, contemplando, antes de desaparecer en la gruta, como los diez caballeros oscuros comenzaban a cobrar vida y se lanzaban tras ellos como una manada de lobos salvajes.
     El desfiladero era una lluvia de rocas, grandes como cabezas humanas, que descargaban su ira contra todo aquello que osara mantenerse en pie.
     El agotado animal saltaba, no sin un gran esfuerzo, de un resquicio a otro del antiguo camino mientras los guerreros se acercaban más y más por momentos.
     Cuando ya veían cerca el final del desfiladero, el suelo se hundió bajo los pies del pobre caballo y cayó irremediablemente al abismo. El príncipe Adenayh logró asirse con firmeza a un saliente y sujetar a la joven, para así salvar sus vidas. Pero, tan pronto como hubieron subido, los guerreros negros se les habían echado encima.
     Con la espada desnuda, hizo frente durante largo rato a todos sus enemigos, pero eran demasiados y le faltaban las fuerzas. Y, tras ser herido en el brazo, temió haber llegado al final...

     - Abuelo, qué mal... - dijo con voz cansada el pequeño Alejandro - ¿Crees que se salvarán?
     - De sobra sabes qué ocurrirá, no creo haberte leído este cuento en menos de veinte ocasiones – le respondió el anciano con dulzura.
     - No le quites la magia... – suplicó.
     - Está bien. ¿Por dónde íbamos...? – recorrió la página con el dedo hasta pararse en la misma línea en que lo había dejado – Ah, sí...

     »...Y, tras ser herido en el brazo, temió su fin.
     Pero una mancha oscura surgió de las profundidades con un gran salto y, el mismo Hijo del Fuego que se había hundido en el abismo, volvía para quitarles con fuerza a la multitud de enemigos que los hostigaban.
     Subieron a la montura y cabalgaron raudos como el viento, dejando atrás el camino y a sus enemigos, pues no había nada que pudiera correr tan veloz...

     - Léeme el final... - pidió Alejandro con un deje de voz y entrecerrados los ojos.
     - Claro – respondió el anciano pasando varias páginas con premura hasta alcanzar la última –. Aquí  está:

     »Desde lo alto de una colina, el príncipe Adenayh y su prometida contemplaron cómo los ejércitos de su reino se disponían para hacer frente a los monstruos enviados por la malvada hechicera.
     “No podemos permitir una guerra” dijo él con firme decisión, “Nuestra felicidad no vale el derramamiento de tanta sangre inocente”.
     “No podría amarte, como lo hago, si pensaras diferente, le susurró ella.
     “Aceptemos nuestro destino pues” y espoleó a Hijo del Fuego para que se interpusiera en la batalla.
     Tanto el padre del príncipe como la hechicera salieron a su encuentro y, solos, se vieron las caras frente a las tropas.
     “¿Por qué hacéis esto?” preguntó con tristeza el rey.
     “Nadie ha de morir por nosotros, padre” y se dieron un fuerte abrazo de amor y respeto.
     “¿Sabéis que no volveréis a estar junto, jamás?” dijo a la princesa su madrastra con una siniestra sonrisa.
     “Nada que puedas hacer podrá impedir nuestro amor”
     Con sólo un gesto de la malvada hechicera, los amantes empezaron a desaparecer hasta convertirse en dos resplandecientes esferas, de oro el príncipe Adenay y de blanco perlado la princesa Annylhla. Luego, volaron hasta el cielo y brillaron con fuerza en el firmamento.
     “Os condeno a ser la luz del día y de la noche, Sol y Luna, príncipes del mismo reino separados para toda la eternidad...”
     Como respuesta a su risa, la Luna cruzó frente al Sol y convirtió el día en noche durante unos instantes. Ni el mismo cielo había logrado impedir que estuvieran juntos. Y así, cada muchos años, la princesa va al encuentro de su amado para darle un pequeño beso de despedida, antes de volver a ser reina en la oscuridad.

     El anciano levantó la vista del libro y se encontró al pequeño con los ojos cerrados, y una tenue sonrisa en sus labios. Con mano temblorosa, lo arropó y acarició su cabeza, en la que ya no quedaba ningún pelo. Y se despidió sin poder evitar que los ojos se le cargaran de lágrimas y una presión agónica invadiera su corazón.
     - Que duermas bien... mi pequeño...

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